lunes, 9 de diciembre de 2013

África

África despierta, comienza a rugir. A veces suena como una viola o un violonchelo, pausada y profunda elegante e inalcanzable. Otras como un vetusto acordeón con el fuelle rasgado, atropellada, desentonada, África crispante, patética. Tristísima. En ocasiones retumba  cómo el ámbar, el diamante, o la esmeralda, otras tiene el hosco aspecto del carbón o el perdernal, del estiércol. Todo en sus vastos territorios parece peregrinar a medio camino entre el milagro o el desastre, trotar sin freno por el filo del abismo o estas asentado y detenido en la más absoluta y llana pereza.. Nada más pisar suelo notas nítido bajo sus pies el pesado girar de la tierra, la sorda vibración de su parsimonioso mecanismo. Un rumor sordo y profundo, casi imperceptible, que hace tremar levemente toda la superficie y todo cuanto hay sobre ella, incluida tu alma. Allí puedes sentir, como en ningún otro lugar, el verdadero paso de la gravedad, esta fuerza misteriosa que nos mantiene pegados a la esfera. Una marea de sudor salobre corrobora nuestra condición de seres hechos de agua y sangre. Cuando descansas recostado en su suelo, algo en el aire, en la tierra, un raro magnetismo, te hace sentir si estás cabeza abajo mirando al sur, atravesado de este a oeste, o bien orientado al norte. África te aturde con sus fulgores y te aterra con sus tinieblas. Vivirla, sentirla, contemplarla, te taladra los sentidos, para bien o para mal, agotándolos dejándolos exhaustos. Es absolutamente deslumbrante hasta en la más absoluta oscuridad. La mirada no está acostumbrada a tanta y tan rara belleza a tanta y tan inaudita fealdad. El oído no puede abarcar todos los matices sonoros sin inquietarse, sin aterrorizarse en sus sordinas de muerte o ensordecer en el retumbar de sus exaltados alborotos y atabales. Sin hechizarte en los extravagantes cantos de las aves, en los insólitos sonidos que decoran  silencios, provengan de las bestias o los hombres. Puedes enloquecer en el sigilo de sus arcanos desiertos de arenas, pedruscos o forestas. Es imposible no alucinarse en los hipnóticos ritmos de sus músicas y sus danzas, en el latir de los tamtanes que acompasan la vida... que son todo para los africanos, carta, corazón y campanario. Su aroma puede embriagarte como los más delicados inciensos o perfumes o demolerte asfixiado en aires definitivamente fétidos, en la esencia misma de la putrefacción. Su piel tiene el tacto suave del márfil bruñido o la seda más fina, pero también todas las asperezas que uno pueda imaginar ajando su corteza. Lamerla, saborearla, puede llevarte al éxtasis o matarte de asco y de sed. Puedes morir de calor o de frío, de pena o alegría, de dolor o placer.No hay términos medios en África, no hay tibiezas, todo allí vive o muere en contrastes imposibles, bellísimos o repugnantes, mansos o feroces. Celosa de sus secretos, de su realidad, de sus fantasías, de su tiempo, se contrae o se dilata dependiendo de cómo vengan los días y las noches. En sus relojes un tictac no dura un segundo, todo sucede mucho más veloz o de forma exasperantemente lenta. El espacio que separa nacimiento y muerte suele ser efímero, tal vez las vidas africanas transcurran siempre lánguidas, en algo delirantes. África, aparentemente ocupada en hacer nada, no concibe la prisa, ni frecuenta en exceso la eficacia o la justicia. No espera ser comprendida, su verdadero ser no es de nuestra incumbencia, no es atributo de los blancos alcanzarla, entenderla. Sólo se abre, y sólo en parte, ante aquellos que sabe que se acercan para amarla, para venerarla con humildad, con enorme respeto, sin hacer demasiadas preguntas, pues ella no encontraría respuestas que ofrecernos. África parece vivir eternamente condenada al peor de los tribalismos, a la más infame de las desesperaciones, al hambre o las hambrunas más atroces. Ahogándose siempre en la sed insaciable y el los anhelos imposibles. Asida con aparente ingenuidad a las impúdicas manos de gobernantes casi siempre corruptos y crueles. Caminando o nadando con torpeza en el más abundante sufrimiento que uno pueda imaginar.




David Cantero
"El hombre del Baobad"

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