lunes, 24 de febrero de 2014

Gerardo



Vivía con el pintor. Gerardo era un hombre mayor, con la espalda encorvada y los movimientos nerviosos. No solían aparecer  casi nunca juntos. Cada uno salía de la casa que compartían siguiendo ritmos distintos. Un observador poco atento habría dicho que llevaban vidas paralelas, que nunca confluían. Se hubiera equivocado. Su relación era una fuerza desigual de equilibrios: la debilidad física de un hombre que intuye su propia decrepitud. La dependencia de la mujer que busca una confirmación a sus actos. Depender de una persona crea profundos vínculos, ligaduras casi intangibles. Una corriente de fluctuaciones que van y vienen, de estados de ánimo cambiantes, de sobreentendidos. Supone compartir un código de signos de tiempo quién sabe de si de algún miedo. Es abrir el alma y disfrazar verdades. No son situaciones contradictorias: implicarse en la propia, pero también ocultarle aquellas partes de la realidad que le causen dolor. Hacía mucho tiempo que lo había aprendido.
María de la Pau Janer




El cartero



El cartero del pueblo se sentía un hombre importante.Cuando pedaleaba en su bicicleta, resoplando cuesta arriba por las calles, sus piernas eran ligeras. Si la llovizna lo perseguía, levantaba la frente. Estaba contento de guardar un secreto. Los secretos hacen crecer a las personas y les otorgan valores insospechados: la nobleza de aprender a callar aquello que sabemos, la complicidad con alguien, la certeza de que somos diferentes. Miguel era un muchacho de diciseis años que llevaba una cartera de cuero llena de correspondencia. Su única posesión era la bicicleta que su padre le pintaba de azul todos los veranos. Muy poca cosa. Eso era lo que creían los vecinos. Él sabía que la carga de papeles escritos eran  un tesoro.No había sido fácil acostumbrarse a la ilusión con que la gente esperaba su presencia. Las noticias lejanas llegaban con él. Palabras de amor, anuncios de muerte, hechos cotidianos, avisos inesperados...